Un día comiendo castañas se tragó una culebrilla minúscula. Con el tiempo había ido creciendo y campaba a sus anchas por las entrañas de la niña. Vivía con ella en todos los sentidos. Cuando estaba emocionada, se arremolinaba en el estómago brincando con locura. Si pensaba, le subía a la cabeza y daba vueltas como una corona móvil en la frente.
Pero eso era antes. Ahora hacía ya tiempo que la culebra se había enroscado en una complicada espiral entre el pecho y el estómago. A veces latía, y las llamitas de los ojos se volvían blancas porque la niña pensaba en vomitar por los ojos todo lo que con éstos había consumido. Entonces cerraba la mirada y con las manos apartaba las gotas anaranjadas que le quemaban las mejillas.
Cuando acababa –a los dos minutos, más o menos– dejaba caer las manos y morir la culebra.
PD. Leyendo (por fin) Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio.
"¿Sabes de colores?".