viernes, 30 de diciembre de 2011

El amante meticuloso I

Para empezar, diré que Irina estaba locamente enamorada de Iván. Si no, esta historia no podría contener la palabra “amante” en el título.

Irina estaba locamente enamorada de Iván. Decía que lo adoraba desde antes de conocerlo; respondiendo a esa sobrevalorada y manida expresión de que Iván era “el hombre de su vida”. Por supuesto, mucho más “hombre de su vida” de lo que fueron en su momento Alexis, Adrián o Marcos, entre otros.

El caso es que a Irina la pasión le corría por dentro, tenía gasolina en las venas. Emanaba un aura como el olor de la gasolina: penetrante para todos, repugnante para algunos y adictivo para otros. Y, como la gasolina, su pasión era altamente contaminante.

Iván tenía justo la chispa que Irina necesitaba, nunca mejor dicho. Y las explosiones no tardaron en empezar. Primera explosión: un cuarto de baño. Irina me lo explicaba removiendo (mejor: batiendo) el café. Luego vinieron la segunda, la tercera y la enésima en otros tantos cines, oficinas y parques. Siempre la misma cantinela: besos, caricias, mordiscos y castas meteduras de mano. Irina, blandiendo la cucharilla de su capuccino, amenazaba diciendo que no podía esperar más para desnudarse ante él. Al final, él cedió (cómo no iba a hacerlo: los ojos de Irina, su cintura y sus muslos hubieran contaminado a cualquiera) y la invitó a su casa. Fue curioso constatar que el poco pudor que mostraban a la hora de meterse mano en público acabara desembocando en la clásica cama de metro cincuenta.


viernes, 5 de agosto de 2011

Reflejos

Se encontraron en una sala de espejos de feria.

No quisieron salir.

Y empezaron a moverse, a bailar entre los reflejos, a mirarse el uno al otro. Reían sin saber, se buscaban entre cientos de ojos grandes, alargados, rasgados, empequeñecidos.

No supieron salir.

Y nadie les dijo que ese ojo, mano, pierna, pecho no eran los que eran. Que no eran sino reflejos, distorsiones.

No pudieron salir.

Y entre esos pasos de altos, gordos, deformados, abrían las bocas y se besaban con los dientes chatos. Se acariciaban con dedos infinitos. Se respiraban sobre pieles heladas. Nadie les dijo que ésos no eran ellos –si les hubieran dicho–, que esa boca no era boca, y que ese pelo era cristal.

Salieron.

Y cuando salieron no sabían dónde estaban sus reflejos. Miraron sus entradas y volvieron a casa con sus manos manos, sus ojos ojos y sus pasos pasos.