sábado, 14 de abril de 2012

El amante meticuloso IV y final.


Tras el incendiario acto, ambos cayeron dormidos en una nube de sexo y alcohol. Entre sueños, Irina se regocijaba del contacto con el cuerpo tibio de su hombre. “Eso es lo terrible”, me decía. Y continuó cabizbaja, ordenando los palillos de las aceitunas en una sucesión paralela “todo fue terriblemente perfecto. Había algo, una conexión íntima. Y luego, aquello”.

Aquello fue lo que hizo que Irina perdiera la cabeza. Se despertó junto a una nota de Iván, donde le indicaba que iba a buscar el desayuno. La satisfacción duró poco, exactamente lo que tardó en levantar la vista y encontrarse encajada dentro de una habitación de catálogo. No había rastro de la ropa de Iván: la que ella misma le había arrancado. En cambio, la suya reposaba plegada con total perfección sobre una silla auxiliar. Lo más enfermizo (recuerdo a Irina recalcando cada sílaba hasta convertirlas en un insulto), lo más enfermizo era que su lado de la cama estaba perfectamente estirado y liso. Irina se encontró desubicada, como una bala de polvo en medio de una vitrina.

Se tocó el pelo sucio y enmarañado, miró las dentelladas de sus brazos, y volvió la vista a la habitación. Sin miramientos, arrugó la nota y salió de la cama tirando el nórdico al suelo. No contenta con ello, decidió escampar la ropa de los armarios por la habitación y tirar la colección de bolígrafos ordenados por tamaño del escritorio. Aún desnuda y con restos de sudor, corrió enfurecida al salón. Obviamente, no quedaba rastro de las copas, de modo que decidió ir a buscarlas en el escurridor y tirarlas al suelo.

El profundo corte que se hizo en la planta del pie no frenó su huracanado paso. “Mejor”, decía apretando los palillos en el puño, “fue la forma más eficaz de dejar alguna huella de mi existencia, alguna prueba irrefutable de la noche anterior”. Por eso no dudó en estampar su pie manchado en el centro del sofá crema, tirar las revistas por encima de la mesa, sacar los cojines de sus fundas y romper algunos de sus vinilos de jazz.

Agotada, volvió a la habitación y, con gestos preciso
s y mecánicos, se vistió y peinó dejando aflorar toda su dignidad y elegancia. Subida a sus tacones y sin cojear (sangrando, eso sí), se dirigió a la puerta. Al abrir, se encontró de bruces con Iván, que llevaba en la mano el desayuno. Irina miró con desprecio su pulcra camiseta y no pudo evitar rebozarle la bolsa de cruasanes por el pecho, despeinarle el flequillo y pisotearle los zapatos, para después bajar altiva por las escaleras sin echar una última mirada al mejor amante que jamás había tenido.

viernes, 13 de abril de 2012

El amante meticuloso III


En cuanto las copas empezaron a dejar notar su efecto, Irina olvidó por completo el manual de Normas de Comportamiento en una Primera Cita, ayudada, por supuesto, por el recuerdo de la caricia en el cine, el mordisco en el baño del bar, el impúdico baile en el centro de la discoteca. Y le besó con el resultado de la suma de todos sus anteriores besos (y os digo que un beso como ése hubiera desmayado a cualquiera). Iván le correspondió, como siempre. A trompicones, sin dejar respirar sus lenguas un segundo, se levantaron del sofá y se encaminaron hacia la habitación.

Si Irina hubiera pensado algo en ese momento (si sus hormonas no se hubieran hecho cargo del control de todo su cuerpo), seguro que todas sus neuronas hubieran gritado a coro: ¡por fin! En cualquier caso, era momento de actuar, y sus dedos se lanzaron como soldados a la batalla contra el cinturón de su amante quien, a juzgar por la tirantez de su pantalón, tampoco debía tener mucha sangre corriéndole por el cerebro. La técnica estaba más que aprendida: librerar el cuero de la hebilla, estirar con fuerza y sacar el cinturón del pantalón, para lanzarlo a cualquier lugar de la estancia. Iván introdujo una novedad al agarrar la pieza en pleno vuelo, cercenando su trayectoria, y mantenerla enrollada en la mano.

Él sonrió a modo de disculpa. Irina correspondió en plena ebullición de imágenes mentales: ella con los brazos atados a la cabecera de la cama, con los tobillos inmovilizados, Iván y ella cogidos por un solo brazo, etcétera. Curiosamente, la única escena que escapó a su proyección fue la que llevó a cabo Iván. Mientras ella tiraba su ya arrugado vestido sobre las pulcrísimas sábanas, Iván guardaba el cinturón en el tercer cajón de su cómoda.

La imagen era implacable. Irina de pie, brazos en jarra, mostrando su mejor conjunto de lencería negra, medias a juego. Iván no tardó en lanzarse encima, y en un acto de inusual pericia, conjugó todo un camino de besos húmedos sobre el vientre de Irina con la increíble capacidad de doblar el vestido con una sola mano. “Para que luego digan que los hombres no saben hacer dos cosas a la vez”, ironizaba Irina con amargura.

Algo parecido pasó con la camisa de Iván, recogida sobre la cómoda, los zapatos de tacón (al pie de la cama, esquina derecha, contra la pared) y sus medias (enrolladas dentro de los zapatos). Sin embargo, no fue hasta ver que sus braguitas de encaje estaban perfectamente dobladas sobre el resto de su ropa, que Irina se percató de lo extraño de la situación. Haciendo acopio de todo el raciocinio del que podía disponer en ese momento, Irina pensó que los nervios le estaban jugando a su amante una mala pasada, y decidió que esto no era más que un detalle sin importancia, nimio; siendo justos: pequeño; al lado de la ya vibrante erección de Iván abriéndose paso entre sus piernas.

jueves, 12 de abril de 2012

El amante meticuloso II


Al entrar, Irina se sonrió. O al menos así lo hacía en mi recomposición mental de los hechos. Era fácil imaginarla cruzando la puerta con una sonrisa altiva en los labios, viendo su ego sobrevolar de estancia en estancia, todas ellas limpias y ordenadas con una pulcritud casi enfermiza. Iván la invitó a sentarse mientras él servía un par de copas. Ella se acomodó en el sofá tal y como dictaban Las Normas de Comportamiento en una Primera Cita: la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, y ésta recogida bajo el cuerpo, con el zapato sobre el sofá, en una actitud a la par elegante y desenfadada.

Sintiéndose la mujer más sexy del universo (era lógico: Irina hubiera sacado matrícula en la universidad de comunicación no verbal para con un amante), se dedicó a visualizar al Iván de dos horas antes: podía verlo corriendo de un lugar a otro de la casa, fregona en mano, ordenándola para ella; construyendo el escenario sacado de la página 5, sección salones, del último catálogo de Ikea.

Iván volvió con los dos Martini y echó una mirada nerviosa a Irina (ay, si ella hubiera sabido que lo que provocaba su sofoco no era el límite de su falda ligeramente arremangada, sino el tacón del zapato rozando la tapicería color crema). Hubo alguna otra alerta que Irina, la experta seductora e intérprete (casi) infalible de señas sexuales, no supo descodificar. Es lógico, le dije. Con toda esa amalgama de hormonas flotando a tu alrededor, no hubieras visto un elefante rosa a dos metros. Pero ella no atendía a condescendencias, y prosiguió su historia con la mirada fija en la última aceituna del vermut.