Aquello fue lo que hizo que Irina perdiera la cabeza. Se despertó junto a una nota de Iván, donde le indicaba que iba a buscar el desayuno. La satisfacción duró poco, exactamente lo que tardó en levantar la vista y encontrarse encajada dentro de una habitación de catálogo. No había rastro de la ropa de Iván: la que ella misma le había arrancado. En cambio, la suya reposaba plegada con total perfección sobre una silla auxiliar. Lo más enfermizo (recuerdo a Irina recalcando cada sílaba hasta convertirlas en un insulto), lo más enfermizo era que su lado de la cama estaba perfectamente estirado y liso. Irina se encontró desubicada, como una bala de polvo en medio de una vitrina.
Se tocó el pelo sucio y enmarañado, miró las dentelladas de sus brazos, y volvió la vista a la habitación. Sin miramientos, arrugó la nota y salió de la cama tirando el nórdico al suelo. No contenta con ello, decidió escampar la ropa de los armarios por la habitación y tirar la colección de bolígrafos ordenados por tamaño del escritorio. Aún desnuda y con restos de sudor, corrió enfurecida al salón. Obviamente, no quedaba rastro de las copas, de modo que decidió ir a buscarlas en el escurridor y tirarlas al suelo.
El profundo corte que se hizo en la planta del pie no frenó su huracanado paso. “Mejor”, decía apretando los palillos en el puño, “fue la forma más eficaz de dejar alguna huella de mi existencia, alguna prueba irrefutable de la noche anterior”. Por eso no dudó en estampar su pie manchado en el centro del sofá crema, tirar las revistas por encima de la mesa, sacar los cojines de sus fundas y romper algunos de sus vinilos de jazz.
Agotada, volvió a la habitación y, con gestos precisos y mecánicos, se vistió y peinó dejando aflorar toda su dignidad y elegancia. Subida a sus tacones y sin cojear (sangrando, eso sí), se dirigió a la puerta. Al abrir, se encontró de bruces con Iván, que llevaba en la mano el desayuno. Irina miró con desprecio su pulcra camiseta y no pudo evitar rebozarle la bolsa de cruasanes por el pecho, despeinarle el flequillo y pisotearle los zapatos, para después bajar altiva por las escaleras sin echar una última mirada al mejor amante que jamás había tenido.